domingo, 3 de mayo de 2009

¡INFLUENZA EN MÉXICO, AL INFIERNO CON ELLA!

¡Ya estoy hasta la madre de escuchar en los noticieros que la influenza ésto y que la influenza lo otro...! ¡¡¡AAAAAAH, YA CÁLLENSE, POR LUCIFER HIJO DE MIL PERRAS INFERNALES!!! ¡TODOS ESTAMOS MUERTOS YA, ACÉPTENLO! Lo único peor que la maldita epidemia es la estúpida histeria colectiva. ¡El maldito hospital debe estar lleno de imbéciles y viejos con sus malditos cubrebocas y un jodido resfriado creyendo que se van a morir! ¡Vamos, es un estúpido resfriado, por Dios! De todas las jodidas epidemias nos tuvo qué tocar la más estúpida del mundo. Sería mejor que nos hubiera tocado ébola o ántrax, ¡o mucho mejor!, ¡¡QUE UNA MALDITA FUGA DE TRIOXINA O ALGO ASÍ NOS CONVIRTIERA EN ZOMBIES!! ¡¡¡AAAAAAHHH!!! JA JA JA --¡YEEEGHGKKKKKGH!-- ¡Ah, pero es sólo una idea mía! En fin, hemos pasado cosas peores y la maldita peste bubónica casi acaba con un cuarto de la población de Europa, así que... Bueh... Yo no me preocupo. Cómprense cheves, embriáguense, contágiense y vomiten la infección. Pásensela chido y no se preocupen, que si no es la influenza ¡¡¡LA MALDITA GUERRA NUCLEAR VA A EXTERMINARNOS A TODOS!!! ¡JA JA JA!

Inspirado por las películas de mi infancia y llegando al humor negro, me permito escribir esta historia bizarra de epidemias directo de mi infectada mente.

Hubo un desastre ecológico hace meses. La epidemia de influenza humana A/H1N1 se había apoderado de gran parte de la población. El virus había mutado de los cerdos y ahora contagiaba a los seres humanos. La histeria colectiva se esparcía como la onda de choque de una bomba atómica. Había compras de pánico, confusión, incertidumbre... La gente salía de sus casas con miedo. Los niños ya no veían a sus estrellas favoritas por televisión. Chabelo murió, el Tío Poly murió, Lilli y el Gallo se habían ido, pero a ellos nadie los extrañó. Pronto comenzaron a infectarse en todos los países del mundo. La fase de alerta aumentó a nivel 5, la pandemia era inminente. Luego comenzaron los motines. El caos comenzó a dominar. Los líderes globales trataron de calmar a las masas, pero nada pudo detener la caída. Una civilización en decadencia. Una ola de pavor. La humanidad comenzó a caer. Hubo incendios, asesinatos, suicidio en masa, incesto, degradación… El gobierno finalmente cayó. Las religiones se habían disuadido. Nada se podía hacer ahora. Luego simplemente se detuvo. A unas cuantas semanas del primer brote la humanidad se había vuelto inmune. Había sido suficiente para derrumbar el sistema, pero nada podía detener la voluntad del ser humano. Fue ahí donde comenzó la verdadera epidemia.

En medio de una ciudad devastada llena de cuerpos descomponiéndose en las calles, las personas se levantaban en un nuevo amanecer abriéndose paso entre la suciedad y el hedor putrefacto de los cadáveres de sus familiares en estado de descomposición. La muerte y el hambre rondaban en cada nueva colonia en el mundo. Podía respirarse la enfermedad y la peste. Quemábamos a los muertos en gigantescas piras de gasolina en las plazas públicas y en los basureros con la esperanza de dejar nada de la enfermedad que casi nos había exterminado. Era hora de volver a construir lo que habíamos perdido.
El humo de la hoguera había traído el agua para borrar los errores del pasado. La lluvia comenzó a caer llena de ceniza de los cadáveres sobre nuestras caras. Estábamos bañándonos con los restos de quienes habíamos querido. Con el fuego y el oxígeno del aire el virus mutó en una nueva cepa. La nueva enfermedad comenzó a infectarnos mientras la lluvia se evaporaba al hacer contacto con el suelo. Todos gritaban mientras sus ojos se quemaban, su piel se llenaba de llagas y su cerebro se derretía a más de 130° centígrados. Sus estómagos se retorcían y sus costillas se rompían por la respiración extrema mientras vomitaban y execraban. La fiebre los hacía convulsionarse en una sudoración excesiva de sangre y pus. Se estaban pudriendo vivos. Al fin todos cayeron sin vida sólo para levantarse otra vez como furiosas bestias pútridas buscando asesinarnos de la manera más dolorosa para comer nuestros cerebros. Sus quijadas se desencajaban y sus cuerdas vocales se desgarraban con cada alarido lastimero que lanzaban. Podíamos escuchar el crujir de los cráneos de nuestros amigos siendo devorados por los muertos vivientes para luego convertirse en criaturas necrófagas. Aun cuando sus dientes se rompían al morder los duros huesos del cráneo, los infectados usaban las extremidades desmembradas de otros cadáveres para abrir las cabezas y sacar el preciado jugo. No importaba dónde nos escondiéramos, los infectados siempre nos encontraban y nos iban comiendo uno por uno. Cadáveres mutilados y medio podridos caminaban ahora por toda la ciudad. Uno de ellos salió de la hoguera y me mordió en el talón antes de que aplastara su cabeza y moliera su maldito cerebro en el asfalto. Podía sentir la infección correr a través de mí desde mi pierna. Se sentía como ácido quemando dentro de mis venas y en cada centímetro sentía una profunda cuchillada, como si mis muslos fueran atravesados por millones de agujas en fuego. Ya no había remedio. Estaba infectado. Sentí mis tripas retorcerse y mi columna romperse en pedazos con los espasmos. El chorro de vómito alcanzaba varios metros al ser expulsado y sentí que mis ojos reventaron por la fiebre. Aun así podía ver siluetas en tonos bajos acercándose hacia mí. Eran los infectados que se acercaban para devorarme. Sentí sus dientes atravesando mi carne hasta morder el hueso y su saliva quemar dentro de mis músculos. Finalmente sentí mi cerebro despedazado y ahí fue cuando caí muerto. No sé cuánto tiempo pasó antes de que pudiera abrir los ojos otra vez, tal vez horas, tal vez días. Sentí mi piel quemarse con el oxígeno y mi carne endurecerse cada segundo, podía sentir cómo me pudría. El dolor era insoportable. Comencé a gritar tratando de aliviar un poco el intenso dolor, pero nada podía detener la reacción. Al fin me di cuenta, tenía qué comer. Era la única manera de frenar mi propia putrefacción. Corrí como loco buscando sobrevivientes con mi estómago retorciéndose en hambre y mi boca agrietándose por la sed. Atrapé al primero y rompí su cráneo con los dientes. Por primera vez probaba los sesos humanos. No sabían tan mal como lo esperaba; es más, me gustaba su sabor… Había probado el máximo tabú. Ya no había marcha atrás. Así fue como me convertí en zombie. Caminé junto con otros como yo buscando comida. Encontramos a uno, pero ya estaba infectado. Lo reconocí vagamente mientras lo observaba con mis podridos ojos: Era mi amigo Jorge. Todos vagamos por días tratando de encontrar sobrevivientes, pero ya habíamos acabado con todos. Lo que había sido hace unos días la última esperanza humana se había convertido en una ciudad muerta. Nuestros cerebros tenían un sabor desagradable y la consistencia era más bien gelatinosa. Poseídos por la toxina y por la hambruna nos convertimos en carroñeros. Entramos al cementerio y empezamos a desenterrar cadáveres. Era como entrar en una carnicería y saquearla, aunque un poco más difícil. Era raro encontrar cuerpos frescos y desenterrarlos era fatigante, pero calmó nuestros estómagos por unas horas. Lejos de aquí, en la Capital, bajo refugios nucleares; alguien había dado la orden para nuestra destrucción. Estaba ruñendo el hueso del brazo de un cadáver cuando vi las primeras cabezas atómicas dirigirse hacia nosotros. No entendíamos bien lo que era hasta que sentimos los primeros estallidos. Vi un enorme destello por un milisegundo y sentí mi carne quemarse, pero no escuché la explosión ni percibí dolor alguno. Sentí un gigantesco golpe quemando mis huesos hasta pulverizarlos y luego perdí el conocimiento.
Acabo de despertar después de la explosión, mi cuerpo está partido por la mitad y mis intestinos regados por el suelo. No puedo dejar de reír. Mi piel está quemada totalmente y no puedo gritar, sólo lanzo carcajadas en el viento. Veo a los soldados caminar entre los restos putrefactos de los demás tratando de apagar el incendio mientras algunos se preguntan cómo pudimos contagiarnos, si la epidemia había sido un engaño de gobierno. Ya no siento los instintos canibalísticos de la toxina. Todo lo que siento son ganas de morir y, a pesar de mi risa incontrolable, una profunda tristeza. ¿Porqué no puedo morir? Oh, Dios; por favor, llévame…

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